Fue fundado en 1596 por
doña Francisca de la Cueva, deseosa de reparar cierto abuso de autoridad que le
valiera a su esposo excomunión.
En 1645 hubo un temblor en Quito que amenazó la
ruina del convento de Santa Clara. La abadesa, Sor Jerónima de San Agustín, se
propuso la reconstrucción de la iglesia y sus dependencias.
Con ese fin
contrató al arquitecto más famoso de la época: fray Antonio Rodríguez. Este
religioso franciscano fue castigado y enviado a Lima en 1657 por denuncias de
algunos de sus compañeros.
La abadesa protestó puesto que faltaban aún por
hacer la media naranja de la iglesia, el refectorio y el dormitorio de las
monjas.
El Convento tiene un interesante duomo elíptico que lo cubre, la cúpula
ochavada con linterna en el ábside, el conjunto de cupulines y la torre con
campanario.
En la iglesia son dignos de verse el retablo de los cuatro
evangelistas, el púlpito, algunos cuadros y la estatua de San Diego, obra del
Padre Carlos. Las naves laterales son de bóveda de crucería.
La iglesia no tiene
torre y el claustro cuadrado consiste en arcos que se apoyan sobre pilares
ochavados.
Es la primera vez, desde
hace 415 años, que las religiosas de Santa Clara, en un gesto de generosidad y
cariño con los habitantes de Quito, abren sus puertas al público para que tenga
la oportunidad no solamente de admirar la riqueza artística de las obras que
forman parte de esta exhibición, sino que sea la ocasión para conocer de cerca
la historia y el desarrollo de la Orden de Santa Clara en Quito.
Un
monasterio que tiene más de cuatro siglos de historia abre sus puertas.
En
él se escribió la primera obra de literatura mística de América, que es investigada
por expertos argentinos.
Cuatro
siglos de historia están encerrados en estos muros anchos y blancos. El portón
del claustro se abre pesadamente y la abadesa Lucila rompe el silencio de la
clausura para compartir los secretos del monasterio de Santa Clara, uno de los
más antiguos de Quito: fue fundado en 1596.
Hábito
de color café, lentes y una sonrisa tímida. María Lucila del Sagrado Corazón de
Jesús llegó al convento a los 22 años –ya pasaron 27– porque en su natal tierra
de Cojitambo, cerca de Azogues, “tenía nostalgia de algo infinito”.
En
el enorme monasterio de Santa Clara la abadesa Lucila y otras 15 religiosas practican
una vida sencilla, basada en los cuatro pilares de la comunidad religiosa a la
que pertenecen: trabajo, oración, estudio y fraternidad. A las cuatro y media
de la mañana dejan sus celdas para iniciar el rezo y el recogimiento.
A
sus 49 años, madre Lucila es desde hace nueve la responsable del funcionamiento
de un
Monasterio
que vive en perfecta democracia. Las religiosas eligen a su abadesa por mayoría
de votos; cada hermana tiene una misión y una responsabilidad que cumplir. Si
la comunidad considera que la elegida como abadesa no es apta para regir el convento
le revoca la designación: esta figura fue reconocida por la constitución
ecuatoriana de 2008, pero para las monjitas es una tradición centenaria.
El
monasterio funciona sobre lo que fueron tres casas coloniales. Ocupa casi una
manzana del centro de Quito, entre las calles Cuenca y Rocafuerte, una cuadra
al sur de San Francisco.
Se
extendía hasta la quebrada de Jerusalén, donde ahora es la calle 24 de Mayo.
Según
los historiadores, las niñas criollas ingresaban al monasterio con un séquito
de criadas. Por eso la edificación era tan grande y amplia.
Referencias:
Revista
Vistazo (22/12/12) “Los secretos de Santa Clara”. Recuperado el 22 de diciembre
del 2012 desde: http://www.vistazo.com/ea/reportaje/imprimir.php?Vistazo.com&id=3604
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